Un hijo llevó a su padre a un restaurante para disfrutar de una
deliciosa cena. Su padre ya era bastante anciano, y por lo tanto, un
poco débil también. comía, un poco de los
alimentos caía de cuando en cuando sobre su camisa y su pantalón. Los
demás comensales observaban al anciano con sus rostros distorsionados
por el disgusto, pero su hijo permanecía en total calma.
Una vez que ambos terminaron de comer, el hijo, sin mostrarse ni
remotamente avergonzado, ayudó con absoluta tranquilidad a su padre y lo
llevó al sanitario. Limpió las sobras de comida de su arrugado rostro, e
intentó lavar las manchas de comida de su ropa; amorosamente peinó su
cabello gris y finalmente le acomodó los anteojos.
Al salir del sanitario, un profundo silencio reinaba en el
restaurante. Nadie podía entender cómo es que alguien podía hacer el
ridículo de tal manera. El hijo se dispuso a pagar la cuenta, pero antes
de partir, un hombre, también de avanzada edad, se levantó de entre los
comensales, y le preguntó al hijo del anciano: “¿No te parece que has
dejado algo aquí? “
El joven respondió: “No, no he dejado nada”. Entonces el extraño le
dijo:”Sí has dejado algo! ¡Haz dejado aquí una lección para cada hijo, y
una esperanza para cada padre!” El restaurante entero estaba tan
silencioso, que se podía escuchar cae un alfiler.
Uno de los mayores honores que existen, es poder cuidar de aquellos
adultos mayores que alguna vez nos cuidaron también. Nuestros padres, y
todos esos ancianos que sacrificaron sus vidas, con todo su tiempo,
dinero y esfuerzo por nosotros, merecen nuestro máximo respeto. Si
también sientes respeto hacia los adultos mayores, comparte esta
historia con todos tus amigos.
Al terminar leer la Historia se me viene a la mente esta hermosa REFLEXIÓN:
Querido hijo… querido nieto…
El día que me veas mayor y ya no sea yo, ten paciencia e intenta enterderme.
Cuando, comiendo, me ensucie; cuando no pueda vestirme: ten paciencia, recuerda las horas que pasé enseñándotelo.
Si cuando hablo contigo, repito las mismas cosas mil y una veces, no me interrumpas y escúchame.
Cuando eras pequeño, a la hora de dormir, te tuve que explicar mil y una veces el mismo cuento hasta que te entraba el sueño.
No me avergüences cuando no quiera ducharme, ni me riñas; recuerda
cuando tenía que perseguirte y las mil excusas que inventaba para que
quisieras bañarte.
Cuando veas mi ignorancia sobre las nuevas tecnologías, te pido que
me des el tiempo necesario y no me mires con tu sonrisa burlona.
Te enseñé a hacer tantas cosas… comer bien, vestirte… y como afrontar
la vida; muchas cosas son producto del esfuerzo y la perseverancia de
los dos.
Cuando en algún momento pierda la memoria o el hilo de nuestra
conversación, dame el tiempo necesario para recordar; y si no puedo
hacerlo, no te pongas nervioso, seguramente lo más importante no era mi
conversación y lo único que quería era estar contigo y que me
escucharas.
Si alguna vez no quiero comer, no me obligues; conozco bien cuando lo necesito y cuando no.
Cuando mis piernas cansadas no me dejen caminar, dame tu mano amiga
de la misma manera en que yo lo hice cuando tu diste tus primeros pasos.
Y cuando algún día te diga que ya no quiero vivir, que quiero morir,
no te enfades; algún día entenderás que esto no tiene nada que ver
contigo, ni con tu amor, ni con el mío.
Intenta entender que a mi edad ya no se vive, sino que se sobrevive.
Algún día descubrirás que, pese a mis errores, siempre quise lo mejor
para ti y que intenté preparar el camino que tu debías hacer.
No debes sentirte triste, enfadado o impotente por verme de esta manera.
Debes estar a mi lado; intenta comprenderme y ayúdame como yo lo hice cuando tú empezaste a vivir.
Ahora te toca a ti acompañarme en mi duro caminar.
Ayúdame a acabar mi camino, con amor y paciencia.
Yo te pagaré con una sonrisa y con el inmenso amor que siempre te he tenido.
Te quiero hijo.
Publicidad